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La existencia Desnuda

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Zayuri's avatar
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Cuando estalló la Guerra Civil Española en el 1936, no dudé un instante en alistarme en el bando republicano. Hacia tiempo que en la universidad corrían rumores que la guerra era inminente. Ni el clero ni los militares estaban de acuerdo con la República que se había elegido en el 1931. Muchos catalanes nos alistamos al ejército republicano. Entre todos aquellos catalanes figurábamos también Miguel Ángel, Pascual y yo. Los tres estudiábamos derecho en la Universidad de Barcelona. Muchos de mis amigos y familiares murieron durante el conflicto bélico. La Guerra Civil, duró tres años. Cuando Franco ganó la batalla del Ebro, Miguel Ángel, Pascual y yo hablamos sobre qué debíamos hacer a continuación.

- ¡No nos podemos quedar en Barcelona! ¡Los azules nos harán prisioneros! – dije.
- Yo no quiero dejar a Anna... no puedo alejarme de ella – dijo Pascual.
- No te puedes quedar aquí Pascual, morirás. En Francia tendremos otra oportunidad para vivir, debemos irnos – sugirió Miguel Ángel.
- Yo no me voy –dijo Pascual.
- ¡Pascual, no seas bobo! No le servirás de nada a Anna cuando tu cuerpo esté en una caja... –dije.
- ¡Venga! Miguel, Joaquín no conseguiréis nada intentando que vaya. Venga va, iros... Yo estaré bien aquí.
- Pero Pascual... – dije.
- Vente con nosotros – dijo Miguel Ángel.
- Fin de la discusión, dadme un abrazo bien fuerte... Tened mucho cuidado..

Nos dimos los tres un abrazo. Fue la primera y última vez en nuestra vida que nos fundimos los tres. Pascual moriría fusilado meses más tarde después de ser juzgado como prisionero de guerra.

Al día siguiente de madrugada, Miguel Ángel y yo emprendimos el camino hacia Francia. Durante el mes de febrero entramos en Francia entre 6.000 y 7.000 republicanos catalanes. El gobierno francés no esperaba que tanta gente pasara la frontera. Miguel Ángel y yo pasamos mes y medio en campos provisionales hasta que fuimos enviados a campos de refugiados condicionados que fueron durante la Primera Guerra Mundial los campos de prisioneros franceses.

Durante esta época Miguel Ángel y yo pasábamos los días sin hacer nada, a la espera de que nuestra situación política se solucionara. Casi la mitad de los españoles que se exiliaron a Francia habían regresado a la Península o se habían exiliado a otros países como México.

Entre los meses de febrero y septiembre de 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial y nuestra situación, cambió. Miguel Ángel y yo fuimos enviados a la zona de Lorena, lindante a Alemania y anexionada a Francia después de la Primera Guerra Mundial, con la condición de no ser fortificada. Pero se nos encomendó precisamente esta tarea: fortificar Lorena.

En cuestión de mes y medio, Alemania absorbió gran parte de terreno y Francia cayó en manos de los alemanes. A consecuencia de esto, Miguel Ángel y yo fuimos hechos prisioneros de guerra en Lorena. Durante estas fechas, Hitler y Franco se entrevistaron. Hitler puso en conocimiento de Franco que tenía prisioneros españoles, pero el general español respondió que “Fuera de España, no hay españoles”. De esta forma los españoles exiliados en Francia nos quedamos sin patria. Días más tarde, Miguel Ángel y yo fuimos trasladados en trenes a Alemania, concretamente al campo de concentración de Mauthausen situado a 20 kilómetros de la ciudad de Linz en Austria. El campo estaba situado en el centro de la valle del Danubio. Para los que no hayan vivido las penas que ahí se dieron lugar, es un paraje maravilloso. Rodeado de montañas. Prados verdes que se extienden hasta el infinito, de hierba espesa y uniforme, envidia de cualquier capa o manto del más poderoso y rico de los reyes medievales. Árboles que se alzan orgullosos hacia el cielo. Flores que te sonríen y envuelven con su fragancia a tu paso. Pero... contrastando con todo esto : dolor, sufrimiento, mutilación, locura, muerte... todo ello planeado por la figura de un SS que nos vigilaba desde su torre de mando, la cantera de Mauthausen. Celosa de que los árboles se elevaran hacia el cielo, se elevaba ella misma, quería tocar el Sol. Árida, oscura. Reía. Reía de nosotros y de nuestro sufrimiento.

Al llegar a Mauthausen, las puertas estaban abiertas invitándonos a entrar en la boca de la muerte. Nosotros aun no sabíamos que era todo aquello. Una gran águila situada sobre las puertas de entrada, nos recordaría durante nuestra estancia que nos vigilaba, impasible con sus alas extendidas. Alas que deseé tener muchas veces durante mi estancia allí para poder huir hacia un lugar mejor. Un grupo de las SS nos esperaba. Nos hicieron formar dándonos golpes inesperados en cualquier parte del cuerpo. Miraba a Miguel Ángel, ambos estábamos aturdidos, no sabíamos dónde estábamos ni qué nos estaba ocurriendo. Nos hablaban en un idioma que no conocíamos. Duro, crudo... Todo pasaba muy rápido, como una película que se rebobina. Las torres de vigilancia causaban miedo. Oíamos las voces de los presos llorosas, lamentándose.. Cadáveres que caminaban, pedían pan o relojes. ¿Dónde estábamos? ¿Dónde nos habían llevado? Nos hicieron quitar la ropa y nos introdujeron en las duchas. Nos cortaron el pelo, o mejor dicho nos lo arrancaron. Nos proporcionaron unos uniformes a rallas, un sombrero y unos zapatos de madera, olía a podrido. Probablemente acababan de cogerlo de algún cadáver muerto el día anterior. Nos instalamos en la barraca asignada. Miguel Ángel me miraba aturdido. No pudimos evitar llorar amargamente presos del pánico y el desconcierto. Poco después, un SS entró en la barraca. Se dirigió a nosotros y nos dio un triángulo azul con una S bordada, la S de “Español”. Todo eso no tenía sentido. Desde la barraca, algo llama mi atención. Una chimenea alta y delgada que escupía un humo gris, denso, desprendiendo un olor fuerte, indescriptible.

Hacia las seis de la tarde, un grupo de hombres delgados, hambrientos, con la mirada perdida comenzaron a llegar al campo. Procedían de sus respectivos lugares de trabajo. Formamos y se nos dio a todos un trozo de pan de unos 200 gramos que debíamos compartir entre tres personas y un vaso de agua con cereales tostados.

A las diez de la noche, entramos todos en las barracas, largas, con filas inacabables de hombres que intentaban acomodarse para dormir. En el medio de las barracas habían dos puertas, una llevaba directamente a las letrinas, sucias, amarillentas, malolientes... con dos grandes picas con veinte o veinticinco grifos para lavarse. La otra puerta daba paso a otra habitación, con una estufa, donde dormían el jefe de la barraca y su secretario. Así fue nuestro primer día en Mauthausen.

Al día siguiente nos levantamos (como lo haríamos a partir de entonces cada día) cuando la luz del sol estaba a punto de salir, avisados por el jefe de la barraca. Disponíamos de tres cuartos de hora para levantarnos y vestirnos lo cual, resultaba casi imposible ya que éramos entre 150 y 400 prisioneros por barraca y el número de letrinas y grifos era muy reducido. Pasados los tres cuartos de hora, el SS responsable de la barraca pasaba para comprobar que todo estaba en orden. Una vez fuera de la barraca, nos daban el desayuno: un vaso de agua tintada de cereales tostados. Una vez habíamos desayunado, se hacía el recuento y nos incorporábamos al grupo de trabajo donde estábamos destinados. Miguel Ángel y yo fuimos destinados a la cantera. Poco a poco la dejábamos desnuda y ella se vengaba de nosotros haciéndonos sufrir. La cantera estaba enlazada al campo de concentración por una escalera de 186 escalones que debíamos subir día tras día cargados con piedras que a menudo pesaban más que nosotros mismos. La piedra reía irónica mientras la cargábamos a nuestras espaldas. Irónicos reían los SS observando nuestros rostros angustiados. Irónicos, nos daban golpes de bastón cuando nuestras rodillas caían a tierra dobladas por el peso de las piedras. Irónicos reían los SS cuando nos hacían bajar de nuevo las escaleras para volver a subirlas.

A las doce del mediodía parábamos para comer. Llevábamos la comida en termos. Se componía de patatas, nabos y agua. Regresábamos al campo a las seis o seis y media de la tarde.

Un día, Miguel Ángel y yo, como cada mañana nos dirigimos a la cantera a trabajar. Habían pasado nueve meses desde que entramos en el campo. Miguel Ángel estaba delgado, barbudo. Aparentaba veinte años más. Su mirada estaba triste, ausente. Por las noches, le oía llorar amargamente. Él decía que mi aspecto era muy parecido al que yo describía sobre él. Ninguno se podía ver reflejado en ningún sitio. El uno era el reflejo del otro. Aquel día, cuando regresábamos de trabajar, Miguel Ángel perdió fuerza en las piernas y se cayó subiendo la escalera. Un SS subía a su lado. Miró con cara de asco a Miguel Ángel que luchaba por ponerse en pie. No se lo pensó dos veces. Propinó un fuerte empujón a Miguel Ángel que le hizo perder el equilibrio y cayó por el barranco. El corazón se me encogió. Miraba el cuerpo de Miguel Ángel rodando barranco abajo. Las piedras que llevaba cargadas a la espalda rodaban con él golpeando violentamente su cuerpo. Su cara, inexpresiva. La sangre brotaba por todo su cuerpo. El polvo se levantaba a su paso. Una lucha entre él y las piedras. Finalmente, ambos dejaron de rodar al llegar al final del barranco. Algunas piedras cayeron sobre su estómago. Miguel Ángel ya no reía como cuando le conocí en Barcelona. Ya no me diría qué aspecto tengo. No tenía nada en el campo que no fuera yo mismo y mi propio cuerpo: la existencia desnuda. Tan solo poseía mi cuerpo, un cuerpo despojado de cualquier bien material, un cuerpo desnudo. Aquella noche lloré amargamente. En silencio. Las lágrimas caían sin cesar de mis ojos, rojos por el sufrimiento, mirando asombrados la sangre vertida por Miguel ángel mientras rodaba barranco abajo. Lágrimas que me ahogaban en una profunda tristeza.

Tres meses después de la muerte de Miguel Ángel, los SS anunciaron que necesitaban personas con oficios ya que nadie podía entrar al campo. En la universidad, había colaborado haciendo programas en la radio y tenía conocimientos de electricidad. Así que me presenté como voluntario para trabajar como técnico electricista en Mauthausen. Era el año 1941 y por aquella época los españoles nos habíamos ganado un cierto prestigio dentro del campo ya que no huíamos, éramos muy trabajadores y no teníamos problemas con los SS. Del 1941 al 1945, estuve trabajando como electricista. Esto me salvó de la muerte. No habría aguantado mucho tiempo más trabajando en la cantera. La media de vida para los que trabajaban ahí era de 6 a 9 meses. Nadie podía soportar aquello. Durante mi estancia en el campo, muchas veces me planteé la duda de si era hombre o animal. Cuando el ser humano se iba haciendo añicos, trabajaba con la cabeza y llegabas a darte cuenta que estabas desfasado de todo, no sabía porqué había perdido todos los valores. Llegué a pensar que sería capaz de matar a quien fuera. Tenía hambre y estaba desnudo. Mucha gente caía a mi lado y no podía socorrerles porque un SS me lo impediría. Cuando todo esto sucedía y veía el humo el crematorio incesante, sentía una sensación de impotencia. Reconocer que, en mi situación, no sabía si era hombre o animal. En mi paso por el campo, pude ver presos colgados en las más increíbles posturas. Cadáveres quemados en los cables de alta tensión cuando se suicidaban. Hombres salían sangrando, exhaustos, inflados, maltratados en las salas de tortura. Otros, sin embargo, no salían de las habitaciones de gas o de los crematorios. Filas de hombres inútiles a ojos de los SS hacían cola esperando encontrar su muerte en las habitaciones de gas, no podías avisarles sobre su destino, era mejor no mirar sus rostros desconcertados. Cinco minutos después, los gritos se adueñaban del campo. todos nos volvíamos sordos. Cinco minutos después, cadáveres expresando muecas horribles salían amontonados hacia el crematorio. Diez minutos después, un humo denso, asqueroso irrespirable se nos metía en los pulmones. Partículas cadavéricas se depositaban en nuestro pelo, en nuestros uniformes. Uno o dos cadáveres salen de la enfermería, habían muerto la noche pasada a manos de la tuberculosis o el hambre. Hombres recién llegados lloraban abrazados a sus rodillas. Mis ojos ya no derramaban lágrimas. Un niño que cargaba un muerto. El muerto era su padre. Un grupo de 15 personas en fila, el primero de ellos apuntado por una pistola de un SS. Un disparo y el preso cayó al suelo de rodillas, sus brazos yacían inertes. El segundo, esperaba su turno. Un grupo de 10 presos eran  la diversión de tres SS mientras les lanzaban cantera abajo. Escuchaba como en el campo de fútbol los SS reían mientras jugaban. Oía como un comandante cantaba y bailaba feliz con su mujer. Escuchaba como el hombre que lloraba abrazado a sus rodillas, llamaba a su mujer. El dolor, la consternación, la amargura, la impotencia y el deseo de supervivencia se adueñaban de mí día tras día en aquel teatro donde los SS eran los directores y nosotros los actores.

Poco a poco, los españoles nos hicimos un hueco en el campo. Se nos permitió organizarnos y dar ayuda. Cuando Alemania estaba perdiendo la Segunda Guerra Mundial , la situación en el campo, cambió. Los presos empezaron a organizarse como podían por si se daba el caso, poder defenderse de algún modo. La liberación era esperada. Por desgracia, Mauthausen fue uno de los últimos campos en ser liberado. Finalmente, el cinco de mayo de 1945 los aliados entraron en el campo.

¿Dónde iría? No tenía patria. Regresé a Francia. Allí me reconocieron los mismos derechos que a un ciudadano francés. Me quedé a vivir allí. Me casé y tuve un hijo y una hija.

No es fácil recordar el holocausto pero juré explicar qué ocurrió en los campos de concentración nazis y darlo a conocer generación tras generación. Que esto no vuelva a suceder...
Otro relato rescatado... Es un poco largo, pero espero que guste :giggle:

Photo by: ~nictuku (Los Monegros, Huesca)
Text by: ~Zayuri
© 2004 - 2024 Zayuri
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sakukina's avatar
vaya... lo encontre buenisimo .. felicitaciones